jueves, 31 de enero de 2013

Nueva e infructuosa búsqueda de especias. Marrakech, enero 2008


De nuevo Marruecos. Nunca un viaje al mismo sitio es el mismo. Heráclito o quién quiera hablar. Volvemos al germen del descubrimiento; al aleph bajo nuestra cama. Qué distinto es ahora todo.

Dicen que Marrakech, está teñida de sangre. Torrente arterial que sólo ultraja la vista, trasunto de ancestros, distorsión de libertades; falsa inercia de la insidia. ¿Dónde, esa herida?





Laberíntico, como nuestro destino, así se nos presenta la Medina. Llena de vida, juguetona, insistente en dejarse ver, en mostrarse como lo que es, llena de sombras y recovecos. Demostrando lo digno que resulta la desvergüenza cuando se hace lícita, incidiendo en la necesidad de lo humano como negocio.


Plaza Jamaa el Fna; qué diría Sísifo frente a la asfixia de la mercantilización de lo humano y lo divino. Estás en la Plaza donde se comercializa la curiosidad.

Todo aquí, es fauna de estraperlo, limitante mercancía que bloquea el contacto humano. Fórmulas y códigos que se perfeccionan en el ensayo error. Redistribuciones de mundos, por justicia.



Nos siguen aguadores ataviados de faldas multicolores y sombreros cómicos que exceden cualquier diámetro sometido a la lógica de la comodidad y la decencia occidental. Encantadores de serpientes que alteran sus ardides hipnóticos pasando del reptil al humano mediante persuasiones prosaicas, domadores de macacos que se alimentan de la mofa, conductores de calesas imponiendo su ley bajo el peso del látigo, vendedores de cuero, de babuchas, de especias, de lámparas, de cuscús, de velos y túnicas de olor a azafrán. Se vende todo, aquí, en la ciudad del trajín mercantil y la menudencia. Se vende desequilibrio en el zoco; no tiene pérdida.




Aquel apoltronado, que ni conoce camino ni quisiera recorrerlo. Nada bueno podrá sacar de Marrakech.


Conocí a un hombre, nos cuentan en Jamaa el Fna, que cayó por la cascada del lago Victoria. Tan profunda era, que cruzaba el mundo. Tanto tardó aquel hombre el caer, que cuando quiso darse cuenta, en pleno vuelo, había ya muerto de hambre.

Conocí a una serpiente, nos cuentan en Jamaa el Fna, que en un despiste de su domador logró enroscarlo y dejarle sin aire. Cuando ya no le quedaba oxígeno, la serpiente se lo tragó tan rápido que le causo una indigestión. La serpiente, enferma, huyó al desierto donde perdió todas sus marcas mientras hacía la digestión de su amo. Desde entonces, regresa por las noches a la plaza, para que una tatuadora le pinte con henna sus rayas perdidas.





No mires jamás a los ojos de las ancianas vendedoras de especias mágicas, ni a los de los niños que te conducen por dos dirhams por las calles de la Medina, ni a los de los vendedores de zumo de naranja, ni al hombre tronco, ni a los malabaristas sin cerebelo, ni a los renacuajos boxeadores, ni a las viudas vendedoras de huevos. No mires a los ojos de la gente.


Marrakech es caos, despropósito, pobreza indeseable de quien malvende mercancías por apenas un precio dadivoso; sistema de órganos asimbióticos, autónomos e indiferentes a otros sistemas de medición del dolor.




Ojos abiertos, en canal.


Desde la terraza de la plaza imantada, polo magnético al que converge lo propio y lo extraño, se ve el mundo. Faro diáfano de verdad y pureza. Hay plazas imperiales, catedralicias, empedradas, sanguinolentas, populares, burguesas, folclóricas y sin embargo un espacio tan vacío como éste jamás acumuló tanta energía. Y allí; el turista, que trata de alcanzar el minarete cuando el zoco les arrebata el oxígeno; y en muchos casos la paciencia.





Entrar en la plaza y respirar.


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