sábado, 26 de enero de 2013

Leves retazos de una libreta a orillas del Duero. Oporto, agosto de 2007





Creo perseguir unos versos que sonríen con hambre atrasada. Un coche y una carretera para descomponer el levante a nuestra espalda y el cierzo en el frontal. Kilómetros por la Iberia de arriba a la izquierda. Pienso en Pessoa, en cierto versos sebastanianos, paganos, alguno despersonalizado y esquizofrénico; bucólico incluso los que surgen junto al rebaño. Indómitos.

Te seguiré por Durban, pero será más tarde; empezemos por los callejones de otra de tus ciudades, por tus antepasados judíos que Sa Carneiro trataría a empellones. Por el tranvía y el Tajo; ¿o acaso se requieren otros ríos? Que hoy sea el Duero.

Patria de lengua portuguesa aderezada de licor y nicotina. Letra y pluma, mejor si son espesas.

Comienza una búsqueda, un tanto desubicada, por tu norte, por calles de tu compañía. Poeta huidizo, solitario y múltiple. Aborreceré el café no pagado en escudos si no te noto en los muros. Locales de tu nostalgia, hospedajes donde escribir de pie odas de Reis y versos de Campos.


Anacronismos estivales: gelideces impropias y despertares a destiempo. No le queda ni el verano al pobre. Oporto amanece.

Nos han aplastado ciudades y formas de vida. Nos hemos refugiado en cuevas y madrigueras sin oxígeno. Las estaciones y aeropuertos sólo unen no-lugares. La primera impresión de las ciudades te la proporciona su arquitectura. Oporto está desfigurada. Cochambre que regala vida. Se emprende el extraño viaje.

Hermosa y decadente, dual, dicotómica, maniquea arquitectura de esplendores pasados.

El portugués puede ser el único ser del mundo que, alejado de chauvinismos patrios y egos inflados, posee un concepto de sí mismo abismalmente inferior a su verdadera valía. Perfil bajo. Curiosa infravaloración derrotista que les aplasta y les impide mirar más allá de la horizontal. El efecto Pigmalion que, como tal, se acaba cumpliendo.

Las casas se alternan entre el desconche, la reforma anacrónica y el deshaucio. Se suceden fachadas de antiguo régimen y arcaica burguesía, coloniales e indianas incluso, con el triste encalado o el mortero sin ornar. La expresividad del azulejo desencantado, pared con pared con la frustración inmobiliaria en forma de puntal Algo mágico sucede cuando el pueblo, la cultura, su enraizamiento, su atavismo, su rutina y su forma de curtir sentidos, sueños y sin sentidos se abandona a sí mismo. Hábitos y convenciones rurales en una ciudad que no deja de ser la segunda de un país de la OCDE. Mejoras de espíritu frente a lo material. Portugal o la lucha frente al consumismo.

Y todo se resume en disfrutar de la vida como si cada día fuera un domingo para el cristiano, y cada instante un orgasmo simultáneo. Aunque en Oporto la vida hubiera podido detenerse. El golpe ahora vendrá con más carga melancólica que nunca, la apuesta continúa siendo la misma.

El viaje, brumoso y tamizado en incertidumbre, se ha mostrado pleno, seguro en su fórmula de aportar significado y felicidad sosegada, madura. Sin duda, Oporto, ciudad de otro tiempo, ya formas parte de mi acervo, de mi memoria, del depósito de recuerdos por el que los más triunfadores ofrecerían patrimonios enteros. Gente amable y hospitalaria, sincera y honesta. Sencillez como belleza.

Mañana Oporto sonará tan lejos como tu nombre lo hacía en La Mancha. Tan lejos como aquel lugar donde nos dedicamos a enviar la felicidad en sobres certifcados.

Allá, Oporto, donde todo resulta mucho más simple.


Oporto, Agosto de 2007

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