martes, 22 de enero de 2013

El Jadida, emborronada sobre una libreta, a finales de julio de 2007



Los vagones están completos. Evidencia. Negarlo antes de subir al tren sería no reconocer la idiosincrasia de este pueblo. Pero la amabilidad de su gente anula toda incomodidad logística. La amabilidad de su gente, aunque de ella descrean los del Norte.

En el pasillo del tren nos amontonamos, hacinados, aunque cómodos entre esta gente. Descansamos los pies y los esguinces. Todos y cada uno de los perfiles del marroquí medio nos rodean. Un enjambre de niños mellados por heridas y arañazos, con camisetas y bermudas heredadas de hermanos y vecinos mayores, de chanclas reutilizadas y casi sin suela, juguetean inocentemente con nosotros; con la otredad, con lo exótico. Bajo el sol insolente, interiorizando la necesidad de la transpiración pública para afrontar las inclemencias estivales, me dejo caer lánguidamente. El mundo pasa fuera, frente a mí, sobre una cadena de montaje. Mi frente chorrea mientras sonrío a una mujer enfundada en negro. ¿Qué es lo otro, mi vergüenza o su cueva?



Las mujeres ocultan a primera vista lo que la religión les prohibe mostrar; los instintos femeninos, la naturalidad, el desparpajo. La cultura puede transformar al ser en contra de su propia naturaleza; arriba o abajo, sin hablar de hemisferios o cartografías. La cultura puede reducir las funciones de la mujer a las puramente reproductoras y serviles, a las de la crianza y la labor doméstica. Las mujeres aquí, rehuyen, por desconfianza, todo contacto con el desconocido; como en cualquier interior de cualquier país; tratando de pasar desapercibidas, volviéndose neutras, invisibles en sus movimientos siempre con destino práctico. Y si aún así, con la puerilidad y superioridad absurda, del turista y el extranjero, invades su invisibilidad, si por ignorancia o necesidad, abordas su incomunicación, su asepsia; surge entonces el humano que rompe con las imposiciones y convenciones, mostrándose tal cual es, receptivo, solícito, hospitalario… cálido. Y hay, como debe, una nueva generación; y hay, como debe, gente de otra galaxia, como Nadia.



Cómo ponerme a la altura de la generosidad de Nadia. Esa inferioridad me compleja. De estas pequeñas injusticias, de estos insignificantes desequilibrios surgen las iniquidades históricas, las que convierten a seres humanos en enemigos de otros, sin rostro, meros números. Nadia basa las relaciones en la confianza y la solidaridad, en una entrega incondicional sin pretender réditos o beneficios. ¿Pero acaso existe un beneficio mayor para alguien, que sentirse querido y respetado, admirado por quien ha ayudado? Muestras como las de Nadia no paran de darle la razón a Rousseau.


El tabaco sabe igual en Casablanca.

La casa de Nadia está dispuesta como una acumulación de módulos superpuestos de pared de cemento y estructura desnuda de hormigón, salteados al azar y circunvalando un patio central que no sólo atraen los olores de las especias y el tajin de las cocinas, sino también las notas de la música que nunca parece dormir.


La casa posee un único dormitorio, cubierto en casi todo su espacio por una cama casi cuadrada de colchón endurecido y estantería vista, adornada en el frontal por un mueble cabecero. El resto del inmueble se pierde en zaguán, salita, salón y cocina exterior. Todo parece construido para la exaltación y rito comunal, para fomentar puntos de encuentro comunitarios y relegar las estancias privadas o espacios de individualidad.


Mientras la música sigue invadiendo la atmófera, como si no acudiera de ninguna parte concreta y fuera un velo que todo lo cubre, allá arriba se viste una luna llena con siete velos, baja y fogosamente iluminada, mientras bajo nuestros pies se esconden bandadas de mosquitos, un par de gatos juguetones, pláticas incomprensibles, ladridos vecinos, vidas, aromas, palabras, melodías… Ritos comunitarios, como dádivas entregadas sin precio al vecino.


Aquel paisaje poco o nada se diferenciaba de cualquier otra playa. Las playas, en sí, son iguales unas de otras. La diferencia, por supuesto, estaba en los puntos móviles que negaban la continuidad del amarillo y la arena.


Hoy hemos ido al campo de trabajo. Un orfanato fatalmente organizado y mantenido gracias al buen hacer de los voluntarios. Allí me he olvidado de la carga que llevo sobre mi espalda y sostienen mis ligamentos. Los niños y yo llegamos a un acuerdo; hoy no había olvido, ni abandono, ni soledad. Hoy nos entregamos a una exigua felicidad, implicados con el presente, dejando atrás las verdades coloniales y de saqueo occidental a su pueblo. Yo soy culpable, por mucho que acuda a devolverles unas pocas migajas.


Me siento bien, casi hasta el punto de ponerme a llorar, con todos estos niños chillones a mi alrededor, revoloteando a mi lado, devolviéndome todo lo que se pierde sin darse cuenta por tener demasiado rotos los bolsillos. Les debemos mil sacrificios; sería injusto no reconocerlo. Pero el reconocerlo sólo, tampoco mejora nada.


Día intenso de empaparse de Marruecos. Qué importan cuatro mensajes de eficiencia y productividad frente a lo puro. Cuscús y harira con las manos, como debemos a la integración, de la manera de la que la pulcritud del norte reniega por su pudoroso rechazo al contacto aristócrata con el alimento. Buñuel en el Fantasma de la libertad…

La bondad de Nadia, su hospitalidad, su constante entrega por una causa que no sólo desconoce sino que en caso de conocerla le resultaría completamente ajena, resulta impagable. La imagen de las ciudades y de los países se construye únicamente de personas.


Es la una, me fumo al fresco, solo, bajo el manto negro, el último pitillo de liar, como terapia de introspección antes de dejarme caer rendido a la cama y tratar de recuperar mínimamente los ligamentos. Hoy se ha llenado de sonrisas y vida, del pequeño Zidane, de ma petite fille Dunia con los ojos más expresivos del Magreb; mi niña bailadora a la que me llevaría a España para tratar de devolverle algo, poco, de aquello que la puta vida le ha arrebatado. Cada niño esconde una historia infame, una catástrofe, un dolor y una ausencia, cuando no decenas. Milagro de superación, cicatriz de melancolía impregnada en sus pupilas pero superada por la alegría que aún mantienen y por las nuevas ilusiones que les nacen cada día.


Los ojos enormes, azabaches de Dunia, sintetizan los del mundo. Me entrego a ellos, en penitencia, me río con ellos sin conocer ni una palabra en árabe, bailo con ellos, hago el payaso, los abrazo, les regalo lo que tengo, el alma incluida, les devuelvo una mínima parte de todo lo que me están enseñando.


Ciertas cosas de la organización del campo resultan negligentes, caóticas, en todo caso ineficientes. Caminatas innecesarias que destrozan mis esguinces, perdidas de tiempo, poca distribución de tareas. Sentado en el alcorque de una palmera frente al Ayuntamiento, donde se me ha impedido el paso al interior por vestir pantalones cortos, mientras esperamos a que nos sean entregadas dos palas y un pico, pasa la mañana.

Recuerdo un comentario que Sadia me hizo hace un par de años, “en apenas una hora, ahí mismo, teniendo sólo que girar el cuello, sin solución de continuidad, se abre otro mundo”. Distinto, extraño, opresivo para muchos que llevan su losa cual Sísifo sobre el sari; otro…


No sólo son los ojos de Dunia los que concentran toda la tristeza del mundo; en los de Yashim, por ejemplo, podría uno sumergirse en la mayor de las soledades, en amarguras indescriptibles, en desolaciones, abandonos y penas; y hoy, en un refugio.

Hoy trajo derrotas. La más importante la del adiós de los niños a sus ciudades, a sus rutinas de huérfano, al recuerdo de su dolor que estos días trataron de sortear. Sus rostros llorosos en la despedida, inocentes, sus ojos que concentran toda la tristeza del mundo. Dudan que se repita; pero les quedan muchas felicidades aún. Los ojos de Dunia son los ojos del mundo. Aprendamos de esa desolación escondida y de su forma de afrontar el infierno. Sus bailes, genuflexiones, palmas y carreras, sus múltiples fórmulas de agradecerte a cada minuto lo poco que haces por ellos. Hanna, Yasir, Mohamed, Guarda. Para vosotros todo lo que antes se os extravió. Seres que aún no habéis contraído los vicios de los mayores.


“El que mira” se ha sentado a mi lado. Nos hemos sonreído antes de continuar con nuestras rutinas. Yo, leer. Él, mirar como leo. Sin ninguna intención de hablar, porque no tendríamos idioma en común, me acompaña. No existen las dificultades comunicacionales. Compartimos con el resto de voluntarios tres o cuatro expresiones mal aprendidas, pero no importa.Nos hemos dicho todo lo necesario, nos conocemos, nos respetamos, no nos hemos guardado ninguna sonrisa pero tampoco hemos regalado gratuitamente ni una sola.


Son las 06.30, y me aplasta contra el incómodo asiento de cuero una lágrima que reprimo mediante un cordón más disuasorio que efectivo. Me hunde la melancolía por dar la espalda al quiebro de rutina, al descubrimiento continuo, a la experimentación de nuevas sensaciones, tactos, olores. Descubrir…


Qué superfluos, resultan ahora regresando, muchos artificios y acomodos. Priorizemos las cosas pequeñas, las simples rutinas, las bellas. Culturas y folclores que se tratan de desvestir de fe, construidos desde vertientes más reales, lógicas y telúricas. Atrás, pena, toda esa gente amable, receptiva, hospitalaria, tranquila. Hasta pronto. Quiero Marruecos; pido piernas para regresar siempre. La nostalgia oprime el pecho, el aparato se eleva hasta cruzar las nubes, se tetanizan los pulmones, un suspiro nasal. Cierro los ojos, recuerdo…




El Jadida, Marruecos, julio de 2007

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