jueves, 28 de mayo de 2015

Hauser (microteatro)

 ¿Así que estáis viendo a Rousseau en filosofía? ¡Cómo me gustaba a mí Rousseau cuando tenía vuestra edad! Recuerdo aquellas clases de filosofía hablando de los niños salvajes, de la naturaleza humana, de si el ser humano es bueno y puro por naturaleza o  si por el contrario la naturaleza humana era en sí violenta y destructiva. Ya sabéis; lo de siempre: que si Hoobes o si Rousseau…
¡Cómo me gustaba a mí Rousseau cuando tenía vuestra edad! Recuerdo que un día, hablando de Rousseau, el profe de filosofía nos puso una peli sobre un tal Gaspar Hauser, un personaje maravilloso que vivió en Alemania en el siglo XIX.

¿Conocéis la historia de Gaspar Hauser? ¿No? Voy a intentar resumírosla.
Imaginaros, estamos en 1812, en la ciudad de Núremberg, en Baviera, en el sur de Alemania, en la zona más productiva, industrial y trabajadora, podemos decir, del mundo. Una ciudad muy tradicional, conservadora, protestante al máximo, muy austera en sus costumbres y en sus formas de comportarse; es como esa imagen estereotipada que tenemos del alemán cuadriculado y superproductivo, para que le trabajo y la discreción son lo único importante en la vida.
El caso es que una mañana se levanta el sereno a encender las luces y se encuentra con un joven, como de unos 18 o 20 años, paralizado, temblando, manteniéndose a duras penas en pie, en medio de la Plaza Mayor. El forastero permanece quieto, como si no supiera caminar, los sonidos que emite son guturales, como si no supiera hablar, todo en él es extraño. ¿Quién puede ser este tipo, de dónde ha salido? La gente se arremolina alrededor, nadie lo ha visto jamás antes, nadie tiene la más mínima idea de quién puede ser ese extraño.
En la mano lleva una carta, un papel escrito con muchas faltas de ortografía y muy mal redactado. La carta está firmada por quien dice que ha mantenido recluido al joven en una cueva durante toda su vida. El supuesto carcelero dice que el joven no ha salido de la cueva jamás, que lleva más de 18 años introduciendo comida una vez al día en la cueva donde de niño encerraron al joven desconocido. Concluye diciendo que ya está mayor y que no le queda más remedio que liberarlo porque ya no tiene dinero ni energía para seguir manteniéndolo.
¡18 años! Sin contacto con nadie ni nada, sin ver más allá que cuatro paredes, sin aprender a hablar, sin comunicarse, sin tocar más que la piedra de los muros, sin ver más que esa sombra que a diario le deja la comida junto a la puerta. Un ser inocente, como un niño pequeño, que transmite paz y armonía, pero también misterio, en medio de la Plaza Mayor de Núremberg… El buen salvaje.
En la última línea, el carcelero afirma que el joven se llama Gaspar Hauser.
En el pueblo algunos piensan que es un estafador, otros que es el hijo bastardo de algún aristócrata, alguien se atreve a decir que es el hijo de Napoleón, incluso algunos, los menos, le consideran el nuevo Mesías.
El caso es que un maestro de la ciudad decide llevárselo a su casa y comenzar a instruirle, a socializarlo, ¿qué es eso de que apenas sepa hablar, que no tenga modales ni fórmulas de comportamiento, que coma con las manos, que haga lo que le apetezca en cada momento, que se quede maravillado frente a una gallina o ante el sonido de un piano? Éstas no son formas de comportarse en sociedad.
El maestro, a través de la razón y la educación, le enseña a escribir y a leer, le muestra las rutinas diarias del pueblo, le enseña los convenios de comportamiento, le lleva a misa, le enseña un oficio, el tenedor a la derecha, besar las manos de las damas, “buenos días” al cruzarse con alguien en la calle, 10 marcos la hora de trabajo… Trata de convertir a Gaspar en otro ciudadano más, en lo que Rousseau llama el hombre contemporáneo, un hombre contagiado por los usos y costumbres sociales.
Gaspar, sin embargo, no entiende nada de aquello, por qué hay que levantarse temprano, por qué hay que comer a una hora concreta, porque hay que trabajar tanto y además en aquellos oficios tan desagradables, por qué la gente se comporta entre ellos con tanta desconfianza y con tanta mezquindad, por qué es tan egoísta, tan injusta, tan competitiva… No entiende nada, no entiende quién es aquel dios al que rezan en la iglesia, no entiende porque algunas personas mandan sobre otras, no entiende porque las mujeres no pueden decidir nada y se quedan todo el día en casa cosiendo…
¡Gaspar Hauser, el buen salvaje, no entiende nada! La vida para él es otra cosa: el simple vuelo de una mosca, el olor de la lluvia, un soplo de viento en la cara le hacen feliz. Puede vivir de lo que le da la naturaleza, nada más, sin ataduras, vivir en paz y armonía con el mundo. Sin las reglas, la retórica, las costumbres sociales, las apariencias, la cortesía… Sin esa educación que sólo sirve para esconder el mal social y nos hace perder la creatividad, la individualidad y la libertad.
¿Por qué, se preguntaba Gaspar, la gente vive tan cómoda en su infelicidad? ¿Por qué no piensa de forma libre, autónoma, creativa?
Hay una anécdota muy bonita al respecto. Un día, los sabios más sabios de Alemania, acuden a ver a Gaspar, interesados en él. Quieren saber si es realmente inteligente o es un simple estúpido; si puede o no pensar con lógica. Deciden proponerle un enigma, le dicen que Gaspar se encuentra en una encrucijada de dos caminos, uno de los caminos lleva al pueblo de la verdad, donde todos sus habitantes dicen la verdad, y otro de los caminos lleva al pueblo de la mentira donde todos sus habitantes mienten al responder. Él no sabe cuál pueblo es cuál. En ese momento se acerca un caminante por uno de los caminos, y Gaspar sólo le puede hacer una pregunta, sólo una.
¿Qué pregunta le haríais vosotros?

(Reflexión)
FINAL: Gaspar les respondió que la pregunta que él le haría al caminante sería: ¿Eres una rana?

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